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    Muchos hondureños no tienen dónde regresar tras deportación

    Para muchos hondureños deportados, volver a casa supone volver a la brutalidad que les hizo huir hacia el norte en un principio. ¿Qué les depara su regreso al país? En medio de la incertidumbre, para muchos migrantes hondureños hay una sola consigna clara: no pueden volver a su casa.

    En los barrios donde crecieron, los cadáveres se arrojan sin temor en las construcciones y luego se cargan en bolsas como si fueran sacos de papas. La policía, fuertemente armada, patrulla desde la parte de atrás de sus camionetas, deteniéndose para registrar a peatones en busca de armas, drogas u otras señales de que pertenecen a una pandilla.

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    En casa, una mujer afligida intenta limpiar con una escoba los ríos de sangre en el callejón donde fue asesinado un pariente.

    Un día en la Tegucigalpa de las pandillas

    Para muchos hondureños deportados, su casa es un barrio controlado por maras que extorsionan por dinero, exigen a los jóvenes que se unan a sus filas y matan a los que se niegan.

    No pueden regresar a casa, así que muchos buscan refugio en un albergue para jóvenes con problemas en la capital, Tegucigalpa, donde sus historias hacen eco de otras.

    “Alexis”, de 18 años, llegó al centro hace dos años tras ser devuelto desde México. Contó que líderes pandilleros lo amenazaron en repetidas ocasiones porque no se quiso unir a ellos, y al final su madre le dijo que tenía que huir.

    “Salm”, de 14, se marchó de su casa cuando los miembros de una mara amenazaron con matarlo al negarse a ingresar. Estuvo un tiempo en un refugio en Nicaragua, pero fue deportado a su país natal.

    “Jus”, de 15, huyó luego de que su padre fue asesinado. Fue devuelto desde Guatemala. “Ahora no puedo regresar donde nací”, señaló Jus. “Igual ya no tengo familiares allá”.

    Muchos de los deportados ya no tienen casa a la que regresar. Lo vendieron todo para pagar el viaje al norte y ahora se encuentran sin un lugar donde vivir y una deuda que no pueden pagar.

    Una mujer llamada Larissa, su esposo y sus dos hijos dejaron su casa luego de que la Mara Salvatrucha intentó reclutar a su hijo de 14 años. Cuando el chico se negó, le pegaron, le dieron patadas en la cara y le rompieron la nariz.

    Años antes, pandilleros dispararon al esposo 14 veces porque no hizo un pago por extorsión a tiempo, pero sobrevivió. Tres de sus primos no tuvieron tanta suerte: fueron reclutados por bandas y murieron jóvenes.

    La familia fue deportada desde México y vivió con familiares en el campo hondureño, donde el hombre trabajó en la construcción para ahorrar para otro viaje al norte. No se atreve a mudarse a su localidad natal, El Progreso, aunque sí hizo una arriesgada visita para obtener una copia del reporte policial que presentó sobre la mara. Esperaba que eso ayude a la familia a lograr asilo en Estados Unidos. Larissa dijo que lo intentarán “cuando las cosas estén tranquilas y no se lleven a los niños”.

    Días después salieron de Honduras para intentar llegar nuevamente a Estados Unidos.

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