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    Revelan el gran perjuicio de los gritos al llamar atención a los niños

    Llegas a casa después de una larga y dura jornada de trabajo y con unas ganas locas de estar y disfrutar con tus hijos. Empezamos a disfrutar con ellos, pero en algún momento, un determinado comportamiento nos hace poner el «grito en el cielo». Si ese grito es lo habitual, advierte la psicóloga Piedad González Hurtado, no tiene vuelta atrás. «Por más que luego les pidamos perdón por haber perdido los nervios y les demostremos cariño, el daño está hecho», asegura.

    Los gritos continuados, explica, «tienen un impacto en el cerebro humano y en el propio desarrollo neurológico del niño ya que el acto de “gritar” tiene una finalidad muy concreta en todas las especies, que es la de alertar de un peligro. Nuestro sistema de alarma se activa y se libera cortisol, esa hormona del estrés que tiene como finalidad poner las condiciones físicas y biológicas necesarias para huir o pelear».

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    El hipocampo, prosigue, «esa estructura cerebral relacionada con las emociones y la memoria, tendrá un tamaño más reducido. También el cuerpo calloso, punto de unión entre los dos hemisferios, recibe menos flujo sanguíneo, afectando así a su equilibrio emocional, a su capacidad de atención y otros procesos cognitivos…». Por tanto, si estamos permanentemente gritando, «provocamos una liberación excesiva y permanente de cortisol sume al niño en un estado de estrés y alarma constante, en una situación de angustia que le impide pensar con claridad por lo que no obedece que es nuestro objetivo».

    Lo que dicen las investigaciones

    La Universidad de Pittsburgh y la Universidad de Michigan han colaborado en un estudio conjunto, publicado por la revista Child Development, en el que han hecho un seguimiento del comportamiento de casi mil familias compuestas por padre, madre e hijos de entre 13 y 14 años. De él se extrae que el 45% de las madres y el 42% de los padres admitieron haber gritado y en algún caso insultado a sus hijos. Los investigadores comprobaron los efectos de esa violencia verbal sobre los niños y encontraron que habían desarrollado diversos problemas de conducta en el año sucesivo comparado con los niños que no habían recibido gritos. Los problemas iban desde discusiones con compañeros, dificultades en el rendimiento escolar, mentiras a los padres, peleas en el colegio, hasta robos en tiendas y síntomas de tristeza repentina y depresión.

     

    Estrategias alternativas

    ¿Por qué gritamos, entonces? «Quien ejerce la ardua tarea de educar puede sentirse en momentos determinados desbordado y perder el control, todos lo hemos sentido en algún momento. No podemos dramatizar si es puntual, pero hay que trabajar para tener estrategias alternativas a estos; y sobre todo hay que educar en el respeto y el ejemplo es una de las formas más coherentes de educar», sugiere esta psicoterapeuta.

    Lo que ocurre, añade, «es que algunas personas repiten el patrón educativo de sus padres y pueden pensar que utilizar los gritos sirve manejar el comportamiento inadecuado de sus hijos. Cuesta desprenderse de lo aprendido. Ahora, convertidos en adultos son incapaces de usar otras herramientas, otras alternativas más útiles y respetuosas».

    Estas se sienten mal, tristes y culpables. La culpa, señala González Hurtado, «es como una de la emociones placenteras que más presentes están en este ejercicio de la parentalidad. Nos inmoviliza, nos bloquea, pero sirve para analizar nuestro comportamiento y buscar alternativas y soluciones a los conflictos, porque nos hace cuestionarnos qué es lo que es más importante para ti. ¿Estamos haciendo bien nuestro trabajo, intentando ser mejores, dando lo mejor de nosotros? Cuestionarnos de esta forma es una de nuestras responsabilidades más importantes respecto de la crianza».

    Opciones alternativas

    Así, concluye esta experta, «educar sin gritos es lo mejor para nuestros hijos». «Disciplinar, corregir pero sin lastimar, guiar y enseñar sin recurrir al grito es la manera eficaz de cuidar su mundo emocional, de atender su autoestima, de enseñarles que existe un tipo de comunicación que no duele, esa que sabe entender y conectar con sus auténticas necesidades». «No es fácil, cuesta, especialmente cuando hemos sido educados de esa forma. Pero se puede modificar conductas que reconocemos que son dañinas para nuestros hijos».

    En momentos en los que nos sentimos desbordados y estamos a punto de perder el control, tenemos que aplicar estrategias de autocontrol, tales como:

    Reconocer que gritar es perder el control, por lo que tenemos que parar, mantener la calma y reflexionar,

    Detectar los pensamientos hostiles que alimentan el enfado, Entender, empatizar con el niño y se requiere paciencia y cercanía.

    Busca distracciones: disminuir la activación fisiológica de la ira Buscar la forma de canalizar la energía hacia un fin más productivo, por ejemplo realizando alguna actividad.

    Si es difícil para ti aplicar esas estrategias y el grito se convierte en un patrón habitual de relación con tus hijos es el momento de pedir ayuda psicológica.

    En definitiva, ejercer la parentalidad con disciplina pero con amor requiere de un trabajo diario. «No existe una clave mágica que nos sirva en todas las situaciones y con todos los niños, pero existen cuestiones importantes a tener en cuenta tales como compartir nuestro tiempo con ellos, establecer órdenes coherentes y cumplirlas, identificarnos como figuras de apoyo incondicionales y favorecer que asuman aquellas responsabilidades que están a su alcance por su nivel de desarrollo», finaliza esta psicóloga.

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